miércoles, 3 de agosto de 2011

MÁS INDIGNADO QUE NUNCA


''Señores viajeros, les comunicamos que la estación de Sol está cerrada por orden gubernativa''. Esta es la primera frase con la que empezó la tensión dictatorial en las estaciones de cercanías por las que pasamos. Pero todo comenzó a las 6 de la mañana cuando la policía nacional (dependiente del gobierno de la nación que dice ser de izquierdas) desalojó sin previo aviso a los acampados de Sol y del paseo del Prado y no sólo eso sino que también destrozaron tirando a la basura los puntos de información de Sol, aquellos que todavía permanecían allí desde el histórico 15 de Mayo, y llevándose consigo todo tipo de aparatos electrónicos en busca de un cabecilla. Aquello era auténtico terrorismo de Estado, no tiene otro nombre. Destrozaron pancartas, firmas, palabras. Destrozaron ilusiones y esperanza;  pero lo que más provocaron fue cabreo, indignación y rabia.
La convocatoria era urgente y espontánea. Internet se encendía con mensajes de rabia y con acciones de respuesta como la de la concentración en Sol a las 20h. En la marcha nos enteramos que Sol estaba cercada y tomada por la policía, resulta que ellos sí tienen derecho. Eso era un auténtico toque de queda en la plaza, en la plaza que es de todos. Pero el motivo era evidente, el santo pontífice visita Madrid en agosto y hay que tratarle con esos privilegios de los que carece el propio pueblo. La excusa gubernativa era, a pesar de ser excusa, también indignante: la plaza de Sol debe estar limpia porque van a poner puntos de información para la visita del Papa. Ahora nos toca a los indignados confesarnos: por pensar, por protestar, por ejercer nuestro derecho de ser y no quedarse quieto y pasmado ante la violencia del Estado. Ahora nos dicen que toca rezar y orar, mantenerse callados e impasibles: pero no, no lo haré y gritaré y lucharé más que nunca por lo que siempre he luchado. Con fuerza y furia escribo que no quiero ni orar, ni rezar, ni confesar. He pecado y pecaré; he protestado y protestaré. Aunque nos mojen y digan que ha llovido. Son miles de preguntas las que se te saltan en la cabeza cuando recibes informaciones de este tipo: ¿de dónde se sacan el derecho a decidir por nosotros?, ¿por qué no preguntan al pueblo?, y, sobre todo, siempre me pregunto si estas personas podrán conciliar bien el sueño, si se preguntarán si han hecho bien o mal o si toda su sangre se ha bajado de la cabeza al bolsillo.
Aquellos de los que dudaba si conciliaban bien o no el sueño habían mandado a los policías tratarnos como delincuentes y ha hacernos sentir como tal. Era algo impensable hacía tiempo para mí que tuviésemos que estar pensando quien estaba mejor vestido para poder entrar en Sol, lo que siempre había ubicado en otros tiempos o en otras tierras ocurrías allí y ahora. Era vivir el pasado en el presente y trasladarme de lugar en el mismo Madrid; siempre se dice que eso se consigue con la lectura, pero esto era algo más: esto es historia. 
No podíamos hacernos fotos en el congreso, ni permanecer allí mucho tiempo. No podíamos acceder a nuestra plaza ni a nuestras calles. 
Con mis mismos sentimientos se encontraban allí en Madrid miles de personas (y no cientos como dicen los medios de comunicación convencionales), miles de gritos y de mensajes. Aquello era sumamente bello, precioso y bonito. Aquello era verdad y, como decía Keats, era belleza. Volaban globos con palabras libertarias frente a policías que ni se dignaban a mirarnos a la cara, les daba vergüenza lo que hacían o más bien, lo que impedían. Funcionaban como máquinas sin corazón,, sin humanidad ni sentimientos. Pero no estaban solos: ahora eran ellos quienes ocupaban la plaza, la llenaron de furgones, de ''lecheras'', y se agolpaban a la espera de órdenes en la calles aledañas siendo, como mínimo, 20 en cada calle colindante con Sol. Pero nosotros éramos más, miles en cada calle y millones en cada palabra.
Era algo totalitario y totalmente dictatorial: teníamos que comunicarnos en bajito de oído a oído, como subversivos, delincuentes, los policías no debían enterarse. Ellos se preparaban con sus porras y sus armas violentas frente a nuestras palabras y nuestras manos levantadas como armas.
Esto, si el ministerio y la alcaldía no lo habían pensado, sólo va a provocar más indignación como ocurrió ayer y ocurrirá esta tarde. La gente comenzó a juntarse, los turistas nos apoyaban y la gente desde sus balcones levantaban los puños en alto. Era algo increíble: algo espontáneo había conseguido reunir a tantas miles de personas, todas gritábamos a la vez, marchábamos a la vez y levantábamos las manos a la vez. Esas eran nuestras armas: ellos necesitan la violencia, el pueblo sólo la razón.


martes, 2 de agosto de 2011

MILES DE MOTIVOS PARA INDIGNARSE


No es ésta una entrada de promoción, ni si quiera de recomendación hacia éste tan famoso manifiesto pacifista contra la indiferencia. Es un manifiesto al que muestro toda mi conformidad e, incluso, al que me sumaría. Pero no sólo debo mostrar conformidad sino también crítica, y éste libro merece grandes dosis; no obstante, mi indignación como ciudadano ya se había presentado en mí antes de leer este libro.
El manifiesto se centra en el pacifismo y nos invita a la indignación a través de la historia del propio autor, Stéphane Hessel, uno de los participantes en la redacción de la Declaración de derechos humanos y un histórico activo de la resistencia francesa. Aún siendo palabras motivadoras, hace falta explicar claramente por qué hay que indignarse, porque no todo son pacifismo y gritos de protesta, con más importancia se encuentra la concienciación de aquellos ciudadanos que aún no se han sublevado contra un sistema que se subleva contra ellos. Es cierto, que en cada país los motivos de indignación pueden ser más o menos numerosos y de calado diferente, pero más cierto es que los grandes problemas están globalizados y organizados internacionalmente, por eso son tan grandes problemas y por eso son tan difíciles de tumbar.
La mayor crítica que muchos hacemos (por lo menos desde España) a este libro es que el prólogo resulte de mejor calidad y de mayor motivación que el propio manifiesto de Stéphane Hessel, que no explica claramente por qué nos llama a la indignación. Al final de la lectura no quedé satisfecho ni consideré que este manifiesto vaya a conseguir que muchos se manifiesten; le falta fuerza, coraje y valentía y le sobran palabras nimias, sueltas y fáciles. Son apenas 60 páginas que se repiten en la misma idea, idea totalmente válida pero sin fuerza cuando está solitaria. 
 Estos motivos no son tan difíciles de encontrar, sólo hacen falta datos e información: más de un 20% de paro; casi la mitad de paro juvenil; privatización de sanidad y educación mediante un deterioro de tales servicios públicos e imprescindibles; una ''democracia'' basada en un voto cada cuatro años y, además, un voto que se gestiona mediante una ley electoral terriblemente injusta; imposibilidad de participación ciudadana en las decisiones que sí que afectan a los propios ciudadanos; gastos innecesarios e injustos del Estado como las ayudas fiscales a empresas privadas o las ayudas a la gran empresa llamada ''Iglesia''; una administración y, sobre todo, una sociedad racista, xenófoba, homófoba y terriblemente machista; una gran manipulación de medios de comunicación (tanto públicos como privados); una laicidad inexistente en nuestro país, por la que sí hay dinero para el Papa y sus peregrinos pero no para los propios ciudadanos que tan sólo reclaman una educación y una sanidad digna y decente; un país donde no se permite que miles de familiares puedan saber dónde están enterrados sus familiares tras su asesinato por un sistema fascista y genocida como el franquista, y una ausencia de condena a tal régimen por el congreso y por importantes dirigentes políticos; un país donde las fuerzas y cuerpos de seguridad se ocupan más de golpear al que piensa y, por lo tanto, protesta que al corrupto, que también piensa pero sólo en su rentabilidad.
Como estas indignaciones hay miles más que hacen que la lógica natural nos haga levantarnos, indignarnos y luchar por aquello que nos pertenece: la dignidad.